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sábado, 15 de marzo de 2014

RELATO:Caprichoso el verbo recordar_Celia Caravante Sevillano


Caprichoso el verbo recordar
Celia Caravante Sevillano
  • A Luz le gustaban esos momentos.
    Dejó descansar suavemente el bolígrafo sobre el papel y se levantó dirigiéndose hacia su antigua butaca. Empezó a mecerse en ella, dejarse llevar, arropada por una pequeña manta que retenía su propio aroma corporal. Sentirlo la reconfortaba, ese olor intacto le hacía confirmar que aún seguía permaneciendo en su hogar. Era más cálido ese sentimiento que el que le proporcionaba la propia manta en sí. Caprichosos los verbos, en esta última etapa de su vida, había uno que estaba más presente que ninguno, ese era el verbo recordar. Entre vaivén y vaivén de su mecedora, se situó en la plazoleta que se encuentra junto a la iglesia. Recordaba allí a una niña. Ésta jugaba con una piedra envuelta en una antigua toalla desgastada que la madre ya no usaba. Simulaba tener entre sus brazos a un bebé al que no le faltaba atención, cuidado y cariño, como si de la cosa más valiosa se tratase, pues este era su único juguete, de ahí que esos dos simples objetos cobraran tanto valor, una piedra y una toalla. Luz dirigió sus ojos hacia el balcón, las cortinas a medio correr le dejaban entrever un cielo color azul oscuro con pequeños destellos de luces titilantes que le mostraban que la noche había caído y era hora de ir a dormir.
    Antes de introducirse en la cama se miró en el espejo situado en lo alto de su cómoda, y se sorprendió a si misma viendo cómo sus arrugas eran el signo de que su pliegues aún tenían muchas historias que contar. Amanece, Luz abre sus ojos verdes, fija su mirada en el blanco techo, musita unos instantes pensando que a su edad ya no tiene grandes ocupaciones durante el día que atender, por lo que deja sus párpados caer y cerrar, y su mente se remonta de nuevo en el tiempo. Una puerta cerrada, una última mirada atrás. Una adolescente abandona su casa con dos maletas. Un largo viaje hasta Barcelona en tren en busca de nuevas oportunidades laborales y personales. La primera maleta contenía algo de ropa, comida y algunas fotografías, lo indispensable para marchar a ese lugar. La segunda maleta, dividida en dos compartimentos. Uno contenía miedo, pena al desarraigo y vulnerabilidad; el otro, ilusión, valentía y progreso. Dos maletas, un largo viaje. Luz abrió de nuevo los ojos, fue incorporándose lentamente en la cama, hasta salir de ella. Apoyo sus pies descalzos en el frío suelo, se colocó las zapatillas y la bata dirigiéndose hacia la cocina sin prisa. Encendió el fuego mediano y depositó sobre él la cafetera.
    Minutos después fue hacia el jardín mientras observa todo y nada. El cinclineo de la cucharilla moviendo el azúcar, el humo de la taza que humedece sus ojos al acercársela hasta sus labios. Un sorbo, el café se desliza por su garganta, otro sorbo más que le hace poco a poco entra en calor, la mañana es fría a pesar del sol. Las dos manos sobre la taza, un último sorbo más, la taza ya está vacía. En el fondo del vaso se pueden ver los restos del café molido entremezclados con los últimos gránulos de azúcar. Luz se dirige hacia la nevera, piensa que cocinar para la comida del mediodía, al abrir la puerta, un recuerdo.
    Cada día a las cinco y media de la mañana, aquella mujer se levantaba para prepararle a él la comida que necesitaba llevar al trabajo. Cada vez que esa mujer abría la puerta de la nevera y se dirigía hacia los cajones del congelador le recorrían dos sentimientos. El primero es que su marido con el paso de los años se había convertido con ella en una persona distante e insensible, le trasmitía el mismo frío que le proporcionaba aquel electrodoméstico… curiosa comparación. El segundo sus deseos de encontrar entre la comida de esos cajones un paquete con sonrisas, cariño, buen humor, envueltos con fil de ese transparente que deja al descubierto ver esos sentimientos que a ella le hubiesen gustado tanto aún tenerlos conservados, congelados en buen estado, como aquella imagen intacta que tenía aún guardada sobre él.
    Después de almorzar, Luz despejó la cocina y finalizó algunas tareas de casa. Sacó del armario su gran chaquetón gris. Iba cerrando la cremallera de éste y rodeando su cuello con esa larga bufanda roja mientras bajaba las escaleras. Cerró la puerta haciendo girar la llave dos veces, y se dispuso a dar su paseo diario alejándose de su casa. Andaba mirándose los zapatos. El final de la acera le hizo alzar la vista viendo que tenía que tomar un rumbo, un camino u otro que le llevaran al paseo rutinario que realizaba cada día. Justo allí, recordaba una historia.
    Ella se sentía a veces débil, no frágil. Quería ayudar a su hijo en la búsqueda de su camino. Adolescentes, que difícil etapa. Julián lloraba mientras ella lo observaba. Entendía ese llanto, él no acababa de encontraba su lugar, su grupo definido de amigos, su identidad. Su madre con paciencia y cariño le decía que para cada persona hay lugar en este mundo. Poco a poco conocerá, se dará cuenta de que hay personas con las que se sentirá cómodo, identificado, con las que podrá compartir cosas en común, un lugar en el cuál no destacará ni será considerado raro por ser uno mismo, pero para ello necesita creer y valorarse, no preocuparse de intentar encajar, porque simplemente eso no existe, cada uno encuentra su propio espacio, sin limitaciones ni discriminaciones ninguna. Julián miró a su madre y tímidamente, sonrió.
    Luz volvió a casa, estaba agotada. Tomó un té verde acompañado de unas galletas, y nada más acabarlo se dirigió hacia el cuarto de baño. Se desnudó. Un día intenso de recuerdos. Se metió en la bañera. El agua comenzó a caer sobre ella. Al menos durante diez minutos no hizo absolutamente nada, solo permanecer inmóvil, dejando que el agua la abrazase y también el silencio. De joven su mente no se detenía, le rondaban muchos pensamientos y reconocía que ese ejercicio de estar todo el rato saltando de uno a otro era agotador, y más si todo eso se concentraba en cada músculo de su cuerpo. Sin embargo ahora era distinto, no pensaba; recordaba. Ese ejercicio ahora era diferente. Nostalgia, felicidad y tristeza se entrelazaban, entre las cuatro paredes, y bajo el agua caliente, a esas alturas dejar la mente en blanco era un juego de niños.
    Tras la ducha, Luz sentía su cuerpo relajado, sus pulsaciones habían bajado, habían recuperado su ritmo suave. Tras ponerse el pijama, Luz se sentó en la cama a cepillarse el pelo. Al acabar de hacerlo, dejó reposar el cepillo sobre la cama, y al rozar sus dedos con la colcha, empezó a acariciarla recordando…
    A ella le molestaban muchos los ronquidos de su marido. Era tan fastidioso en el silencio de la noche aquel ruido. Aquella respiración agitada, escuchar la fuerza con la que el aire era inhalado y exhalado por la nariz y boca la ponía muy nerviosa. Más de una noche acababa desvelando al marido para reprocharle sus ronquidos. Su marido enfermó, y justo escuchar el sonido de sus ronquidos, aquel sonido, era lo que la tranquilizaba. Un ruido que tanto le había molestado, escucharlo ahora era el signo, la señal de que su marido seguía respirando y por lo tanto, durmiendo junto a ella. Desde aquel momento, acostumbrarse a sus ronquidos había tomado otro sentido.
    Cómo una tarde más, entre estas últimas, Luz se dirigió hacia el escritorio del salón, aquel que se encontraba junto a su butaca y cogió el bolígrafo que había dejado sobre el papel la tarde anterior. La lluvia comenzó a caer, empezó a escribir con ella como telón de fondo todos aquellos recuerdos que había revivido durante el día. Dejó desplegar la tinta, el folio esperaba expectante descubrir que plasmaría en él, el bolígrafo se detuvo un instante en el último párrafo del día, finalizaba escribiendo…
    “Mala costumbre la mía de recordarlo todo en tercera persona.”
    Cada una de esas historias tiene relación entre sí.
    La niña con su virtud de asombro ante lo simple en la infancia. La adolescente que marcha emprendiendo un viaje interior y exterior. La mujer que anhela recuperar en su pareja el cariño y cercanía. La madre que intenta ser acompañante de su hijo ante las dificultades. La anciana que dio valor a algo que le había acompañado toda su vida, algo que detestaba, se convirtió en algo que necesitaba.
    “Doy hoy por concluido este relato mío sin destinatario, ni remitente.
    Pero… ¿Quién es Luz? (pensaréis)
    Durante nuestras etapas en la vida experimentamos cómo vamos pasando de ser unas personas a otras, sin embargo siendo las mismas. Cada experiencia, cada aprendizaje moldean nuestras contornos y suavizan nuestras asperezas tallando quienes somos.
    Esa soy yo, Luz, y he sido cada una de esas personas.
    Esta es parte de mi historia, escrita ahora en primera persona.”

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